se fundió con el vaivén de las sombras,
en mitad de mis sueños o mis sábanas,
en mi nostalgia angosta
o los arrabales de una noche desierta.
La locura me ha vencido y mi alma
es un péndulo a deshoras recorriendo
las pálidas esquinas de una sala de espera,
un rezo hacia dentro
y el egoísmo, ciego, de borrar
toda frontera inexacta al alcance de un párpado.
Tal vez nunca estuviste y aquella noche
sólo fuera un granizo en un recital de agosto,
que los besos de entonces, rehogados en whisky,
no asustaran a nadie y en tus recuerdos
sólo habiten cenizas sin nombre ni apellidos
como las de un poeta aparte,
sin más trinchera que un paraguas
para detener el tiempo.
No fue así para mí, quería decírtelo,
aunque ese mismo whisky me enturbie todavía
y tus brazos me parezcan espuma
o tus labios arrecifes donde matar la culpa.
Aunque ya no estés y la vida,
ésta que pasa con agonía de desahuciada,
me obligue al cobijo.
Tenía que contarte
que la oscuridad se sigue vistiendo con susurros
nacidos de tu boca, que las alas
se me tiñen naranjas al albor de un domingo
y puedo volar tan alto, tanto,
que los ojos me imploran clemencia
desde este presente de asfalto y multitudes.
No, no estás
derrumbando con tus latidos mis catedrales blancas,
no con tu mirada
ni con tu piel al alcance de una diana incierta.
Pero sigues estando, quería decírtelo,
encerrado en un puño,
al impacto certero de todo deseo
o el epicentro fluorescente de cada madrugada
aunque las palabras, mucho antes de intentarlo,
se me mueran en los labios.
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