Cuarenta y siete segundos
para edificar la madrugada en tus pupilas,
renacer en siembra
y morir desangrada
por el rojo filiforme de una amapola.
Cuarenta y siete
para forzar la inclinación de un sueño,
llenar los miedos de acueductos
y desnudarte
al destello nocturno de una concha en la
arena.
Menos de un minuto,
en mitad de una vida por olvidos,
para enamorarte,
para plegarme en esquirla de horizonte
y engendrar auroras con tus labios,
para presentarte, uno a uno,
todos los girasoles de julio,
dar la vuelta al mundo en una gota de lluvia
y mancillar cada blancura de invierno
con el rubor de tus pómulos.
Y ser por una vez
bajo el umbral postizo de esa grieta entre el
vértigo,
ser teorema, oración,
última voluntad de un huérfano
o súplica
de una historia sin término
en el vientre concéntrico del purgatorio.
Cuarenta y siete segundos para navegar
allí donde los escarabajos dejan de luchar
por darse la vuelta.
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