Tu
mirada,
celofán
de horizonte en blanco y negro,
camino,
como
brizna de lluvia que te inunda la risa
de
infancias de abril
aunque
el sol, ahí arriba,
haga
pedazos las sombras hibernales,
como
esa boca expandiendo su silueta
para
llegar a mí
cuando
me muerdo los labios y te guiño un ojo.
O tu
olor,
ese respiro
antiguo pintado en la memoria
que te
encuentra a ráfagas,
en ese
trozo a oscuras que resguarda
los olvidos
casuales,
la
música sin nombre,
las
coordenadas ambiguas de esa lengua
en la
niebla del beso adolescente.
La
deriva del viento en tu cintura
alcanzando
mi noche más eterna,
mi sed
más prolífica,
el
cuarto
donde
practicar taxidermia con las nubes
o los
miedos más íntimos
y
tallarnos en mármol por el tiempo.
Amarte
así,
con el
temor de ese niño que sujeta un globo
mientras
salta,
con el
corazón de punta y la espera en barbecho,
con la
entrega a rayas y el calor
dispuesto
en la trinchera,
amarte
como se ama la caducidad de un árbol
pintor
de otoños,
como se
teme la ola inesperada,
con las
yemas de los dedos heridas
de
acariciar el cielo
y el
dolor en penumbra discontinua.
Amarte
sin ser yo y al tiempo dibujándome,
desterrando
mi pulso en algún verso
que
quiera venir a mí más tarde en un insomnio,
sabiéndome
infinita en la tormenta.
Amarte
hoy,
sin
mañana ni páginas contiguas,
como a
un copo de nieve que se muere
sobre
mis huellas blancas
o el
paisaje lejano
de ese
tren sin parada donde viaja en silencio
el alma
prófuga.
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