Fuera un verano amarillo y silente,
dentro un paisaje
de catedrales ocultas tras la lluvia,
en el aire los sueños,
la inconsciencia fértil,
en mis ojos la mirada del cautivo
y la certeza
de unos dedos que nunca tocarán las nubes.
Y en el centro de estos centímetros cansados
una nuez partida
palpitando en el pecho del olvido.
El horizonte retorcido en el alféizar,
las calles desiertas de un corazón a medias,
los péndulos tetrapléjicos,
los sobres cerrados…
Todo
en esta tarde de agosto
tiene esa disfonía
que acompaña a las multitudes sin rumbo,
ese rezo insumiso
que nos avergüenza el alma.
Y tú ausente, con la piel
blindada
y la sangre translúcida,
derramando aguaceros por los labios.
Tú allí, tan lejos
que los recuerdos llegan sin remite,
sin rincones propios,
que los pájaros se cansan de ser pájaros
y regalan sus alas a los sauces
a cambio de un abrazo.
Tan imposible
que una tarde de agosto es suficiente
para morir de frío bajo el sol.