La noche, con
su urdimbre de murallas,
devorando los
rayos de una luna en quiebra,
enclaustrando
las luciérnagas del camino.
El amanecer
roto en mil pedazos
a través del
prisma de unos párpados
moribundos de insomnio.
Bajo las alas
del penúltimo sueño
sobrevives al
invierno,
te aferras
a los
gerundios que hicieron escudo con tus miedos,
a las siluetas
aéreas de un pájaro en vuelo
sin más
pretensiones que el viento
y una miga de
pan en la solapa.
Ayer
la vida era
hierba que pisar descalzo,
la sonrisa un desayuno
y el sol magia
escondida en la yema de un dedo,
hoy la
impotencia inunda el espíritu
de quien nunca
creíste llegar a ser.
En tu espalda
el peso de los tuyos
a las puertas
del hambre,
del destierro,
bajo la mirada
oblicua de aquéllos
que piensan
que nunca serán tú.
En las calles
un único grito,
un solo caudal
embistiendo
imperceptible las columnas del templo
donde los
ídolos que un día veneraste
juegan a la
brisca con tus rezos,
en ellas el
lamento tibio
de aquéllos
que lo han perdido todo
y todavía
sacan las uñas para arañar el cielo.
Llegas a casa,
exhausto,
con los
bolsillos llenos de esas palabras
que nadie
quiso escuchar,
con el orgullo
distante
y un llanto
hacia adentro anegándolo todo.
Disimulas,
sacas la risa
del cuarto
oscuro donde habitan las hadas
desde hace
algún tiempo
y abrazas a tu
hijo mientras oyes un clic
en el
epicentro del alma.
Piensas en él y
solo esperas
no olvidar el
cuento que le tenías preparado
cuando esos
desconocidos,
mañana,
se lo lleven
todo, menos tu voz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario