Nunca te vi con aquel pantalón gris
de mis sueños de invierno,
ni esa sonrisa con que los árboles
descienden de sus egos para volverse
estrellas
en las noches sin piel.
No solías maquillarte cuesta abajo
para deslumbrar sombras,
te pintabas párpados nuevos cada tarde
para soñar en sepia, en blanco y negro,
en todos los colores de un vidrio bajo el sol
y no adulterar la creatividad de los ángeles.
No te vi cerrar los ojos con un beso
y desear el fin del mundo,
mecerte en la vertiente de un susurro
o disecar el destierro entre mis brazos
para presumir de proscrito enamorado.
Quizás el deseo adquirió tu rostro con la
inercia
de quien viste mañanas
bajo el silencio turbio de un invernadero,
quizás no eras tú sino la ausencia,
con la mirada bizca y el reflejo torcido,
insistiendo en el portal equivocado.
Pero eras tan real
que tu voz ha quedado circunscrita en cada
rezo,
en cada suspiro nostálgico por lo inamovible.
Y ya sólo puedo quererte,
como un poeta al destiempo,
con la fragilidad de quien abandona su cuerpo
para sentir la gloria
de vencerse, una y otra vez, a sí misma.
Y seguir inventándote en todas las historias.
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