Jugamos,
sin
contar más que el peso de esas alas
que
cubrían nuestra espalda aventurera,
a ser
dioses, profetas del deseo,
atrevidos
viandantes del abismo más tierno
en su
mitad vencida.
Pensábamos
entonces en un mundo de azúcar,
de
gaviotas errantes buscando aquel océano
perdido
en nuestras bocas,
creímos
saber los evangelios del destino
y conjugamos
los tiempos de los árboles
con los
ojos cerrados.
Éramos
arrecifes en flor en el pecho contrario,
mundo
inventado entre el perímetro
de la
primera sed
y el
vino de los cuerpos,
delineantes
de un alba que llegaba sin prisa
al
parto prematuro de los sueños.
El
calendario no entraba en nuestro dogma
de
sabernos indómitos, perpetuos,
prisioneros
del hambre y la saliva,
del
instante y la carne.
Nos
jugamos tanto
que
casi no recuerdo tu sonrisa,
sé que
te quise,
pero ha
llovido mucho desde entonces.
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