Dormida,
envuelta en el aleteo del ánsar
que nunca alzó el vuelo
más allá de un sueño,
impermeable a la sed de las palmeras,
al eco de los claustros,
a la voz con que hibernar las murallas
para vestir, más tarde,
Inmóvil, como el primer instante
donde ser espejo de alma vagabunda,
como ese subsuelo amarillento que cobija
los trastos de la infancia
o este latido, impropio de mis prisas,
fosilizado en tu aliento.
Tu cuerpo,
mapa del tesoro en mil idiomas,
codiciado y complejo,
como la química de un hielo
vencido en los labios,
tu piel,
como la piel de un verso,
ardiente, versátil,
ablandando la tirantez de los agnósticos.
Yo, desde aquí,
desde ese otro mundo que te quiebra los
párpados,
bebo tu silencio
como bebe el océano la aurora entre las olas,
me adentro
en el desván donde velas el olvido
y respiro, despacio, el olor
de una nueva estación en la ventana.
Y doy por terminado el cielo,
por circunscrito el perfil de cada estrella,
por enterrados los muertos de todos los
pasados
y todas las mañanas a medias
si puedo mirarte y quererte
allí donde ser esquirla de la misma piedra
brincando en la inconsciencia
mientras duermes.
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