En ocasiones
puedo verme en el reflejo de esa mujer gris,
antigua,
regalándome sus buenos días de cera,
flotando sobre un mundo que ya no le pertenece
y buscando amapolas en el filo
de las hojas heridas del otoño.
Quizás
las arrugas me hayan forrado el alma antes de tiempo
y sólo el cántico de un pájaro
o la leve caricia de un sauce en bancarrota
me humedezcan los labios.
La vida debe ser confusa
allí donde los disfraces se aparcan en la puerta
y un espejo descuartiza
diez templos por segundo,
donde el aire huele a vértigo y en los ojos
no nos caben las miradas oblicuas.
Por eso me da miedo
ser esa mujer pintada de tormenta
en las tardes de octubre,
me estremezco al pensar
en sus piernas temblorosas soportando el peso
de cuanto pasó de largo,
de todas aquellas palabras evaporadas
bañando los hombros de los caminos sin vuelta.
Y quiero correr sobre los sueños,
correr
cuando me miro las manos, aún jóvenes,
y encuentro entre sus huellas unos brazos exhaustos
sujetando, por tiempos, las líneas del destino.
Y despertarme, y ver que estás ahí,
al alcance de un grito hacia dentro,
mientras esa mujer tenue, casi otra,
alimenta a las gorriones en el parque.